Las muertes nos reciben fumando


La Muerte de Mesa de Noche, sentada junto a la lámpara, se mira distraída las uñas de la mano derecha. Parece esta jornada igual a las demás junto al huésped de la 12. Ella se entretiene con distintos quehaceres: lee, hace punto, fuma, toma unas copitas, etc. A veces se mete en la cama con él, le mueve un mechón de pelo, le toca la punta de la nariz, le sopla a los párpados, pero el Sr. X no se entera de nada, se rasca la cabeza o se frota los ojos y sigue durmiendo. De vez en cuando, la apnea que sufre X hace que sus  ronquidos se interrumpan y deje de respirar, entonces ella lo mira de soslayo y alza la ceja, como tirando sebo a lo posible… pero no, X   recupera el resuello y vuelve a inflar los pulmones.

No obstante, esa noche, a las 03:17 horas, un presunto fallo cardiaco del Sr. X, consigue que deje de vivir, sin que ni la propia Muerte allí presente, se dé cuenta.

A la mañana siguiente, terminado el horario de desayunos, saltó la alarma de la habitación número 12. El recepcionista en turno activó entonces el protocolo “Buenos días, ¿está usted vivo?”. Al tercer toque sin contestar, el botones abrió la puerta con la llave maestra y, efectivamente, allí estaban todas las sospechas, encaramadas sobre el cuerpo sin vida del Sr. X, que, amable y reposado, iba recibiendo al público cada vez más numeroso que se congregaba en la estancia. Desde luego que la estampa no tenía desperdicio: el Sr. X, 1’98 de estatura y 127 kgs. de peso, fallecía enfundado en un pijama azul celeste de franela, con un estampado de pequeñas cabezas de oso, siendo una de ellas casi de tamaño natural, que ocupando la parte central-baja del suéter, venía a reposar sobre la mullida barriga del finado, guiñándonos su ojo izquierdo. Pero no es este el momento de escribir de cómo los pijamas despojan de dignidad a la noche y a la muerte.

Después del botones y del recepcionista, los siguientes en figurar fueron el Juez Decano y el Dr. Hackenbush, este en calidad de médico forense, quien no pudo hacer otra cosa que confirmar la muerte del cadáver. A continuación, llegaron los operarios de la funeraria, que acometieron el dificultoso levantamiento del cuerpo. Detrás de los pesados cortinajes, la Muerte de Mesa de Noche, la Muerte de Bañera, la Muerte de Escaleras y la Muerte Invitada a Comer, fumaban y secreteaban.

Para la generalidad de hospederías de este mundo, que alguien fallezca en una de sus habitaciones supone un gran trastorno, pero ni que decir tiene que aquí donde nos encontramos, hasta la muerte es una gran ocasión y es que, con este deceso, al Sr. Gerente se le despertó un antiguo sueño: estar al frente de su propio cementerio. Claro que también necesitaría un tanatorio. La idea era cristalina en su cabeza: GHI, recibiría con la misma pompa a los vivos que a los muertos, y el Sr. X sería el primer visitante difunto.

Sin tiempo que perder, medio millar de obreros, de carpinteros, de orfebres, de marmolistas, de toneleros, de cerrajeros y de canteros tenían ya acabada a media mañana la Sala de Velatorios.

En el Registro de Últimas Voluntades, el Sr. X, sumiller en vida, dejó dicho que siempre tuvo la fantasía de ser enterrado no en un ataúd, sino en un tonel, así que allí estaba, en el centro de la recién estrenada Sala, dentro de una pipa de 2 metros de largo por 1’35 de ancho, amortajado con un elegante smoking blanco y zapatos de charol negro, como si ya no fuera él al que encontraron muerto unas horas antes.

Los asistentes empezaron a llegar. A la entrada, el Libro de Epitafios; sobre la tarima del fondo, un grupo de mariachis que, siendo huéspedes del hotel, se habían ofrecido para amenizar el acto; en la grada norte, todas las Muertes presentes, jugando a los dados y charlando animadamente, invisibles en la humareda de sus propios cigarrillos. Si bien el ambiente, en un principio, era de decoro y cierta solemnidad, con el paso de las horas se fue relajando. Los llantos mudaron a risas, la bebida desbordaba los vasos y sobre el escenario sonaba, una vez tras otra, “Con la Tierra Encima”, el himno de los velorios alegres, que todos, hasta las Muertes, coreaban al unísono.

Fue entonces, cuando el Sr. Bertholoff determinó reconducir la situación. Procedió a desalojar del tonel las copas vacías que habían ido dejando allí los convidados; apagó las brasas; mandó callar a los mariachis y le recordó al repertorio por qué se encontraban allí. Conocedor de que X había muerto sin parientes conocidos, micrófono en mano, se afanó en dedicarle un sentido discurso de despedida, que finalmente quedó bastante creíble. A continuación, introdujo en el barril junto al Sr. X, varios objetos encontrados en su habitación, los que supuso que le gustaría llevarse consigo en este trance, como era una enciclopedia de ornitología, un magnetófono antiguo, una compañera de polímeros, tres kimonos de seda y una jaula de grillos, con siete de ellos dentro. Evidentemente, el féretro se quedó pequeño, así que tuvieron que habilitar un segundo ataúd para el equipaje.

Parecía ya estar todo encaminado: el muerto acicalado y llorado, la lápida escrita (“Aquí está uno que no quiere estar aquí”, decía el epitafio votado por mayoría de 3/5) y el hoyo excavado.

Solo faltaba disponer el coche para el traslado hasta el Cementerio, cuando, de forma totalmente inoportuna, el Sr. X, estornudó. La consternación del auditorio fue indiscutible. Encima, el estornudo había sido tan estruendoso que era imposible ignorarlo. Se llamó nuevamente al Dr. Hackenbush, quien tras observar a X, se desdijo de su anterior diagnóstico, verificando ahora la vida del susodicho.

Creo que no he visto nunca una resurrección que produjera tanta decepción y frustración a su alrededor. ¡Si hubo hasta quien animó a seguir adelante como si nada hubiera pasado! y me atrevo a decir que, por un momento, todos los que allí estábamos acogimos como plausible esa opción. Claro que, mientras, el Sr. X ya estaba incorporado en el tonel, desperezándose y bostezando, como si fuera el oso de su pijama saliendo de la hibernación, atolondrado pero vivo.

La maquinaria del enterramiento tuvo que detenerse. “¡Habrá que esperar para inaugurar el Cementerio!”, dijo pesaroso el Director. “Puede que no tanto”, pensé yo a continuación, viendo cómo la Muerte de Mesa de Noche, sola en la grada, mirando encolerizada a X en su resucitación, apretaba con saña un cojín que tenía entre las manos.

Comentarios

  1. Veo que la Huésped del cuarto 11 ya ha regresado de su viaje por Islandia y Madagascar. Casualmente, yo me encontraba en el cuarto 14 (es sabido que en GHI no existe cuarto 13) y puedo corroborar los detalles de su relato y aportar mil más. En cuanto al doctor Hackenbush, creo que acertó las dos veces, tratándose de un típico caso de resurrección. A mí ya me ha pasado varias veces.

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  2. El Sr. X falleció definitivamente a la noche siguiente pero le dio tiempo antes de pedir que lo incineraran, así que el Cementerio sigue sin huéspedes.

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    1. No se puede escapar al Destino. El pobre Mr. X tenía marcado ese encuentro en GHI. Lo que está para uno, está para uno.

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  3. Seguro que el señor Gerente no tardará en reconvertirlo en otra cosa y cuanto antes, sobre todo ahora que el hotel y sus alrededores parecen revolucionados con una película que va a filmarse allí en los próximos días.

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    1. La verdad sea dicha, este hotel está desde su inauguración en revolución permanente.

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