Yozakura secreto



Debía partir esa misma tarde. El encargo de Bertholoff era claro: dirigirme a tierras niponas y adquirir todo lo necesario para plantar de cerezos las 30.500 hectáreas de terreno baldío existente al norte de GHI. “La próxima primavera celebraremos aquí también nuestro particular hanami”, deseaba el Director.

Allí me esperaba el profesor Eguchi, zoólogo y botánico de renombre mundial, descubridor de procedencias inciertas pero muy probables, que había puesto patas arriba a la comunidad científica. Pese a no acudir a la cita el intérprete contratado, y gracias a la previsión de llevar siempre conmigo un aparato de ATA, nos pudimos comunicar perfectamente desde el primer instante, cada uno en su lengua natal, sin necesidad de intermediarios.

Me llevó hasta su casa, una antigua hospedería samurai, hoy reformada pero que seguía conservando antiguos elementos como las puertas correderas, un pequeño fuego en el centro de la estancia principal, un jardín de té en su interior y un suelo de ruiseñor que a cada paso nuestro parecía que levantara el vuelo una bandada de estos pájaros. De los pocos muebles, una estantería de cristal llena de objetos, de los que inmediatamente me llamaron la atención unas diminutas cabezas de apariencia humana. El profesor me explicó entonces que eran de amigos y familiares fallecidos, sometidas por medio de resinas vegetales a un delicado proceso de miniaturización y disecación, ahora convertidas a su antojo en apreciados cubrepuntas de sus palillos de ramen. En este punto tuve que desconectar el ATA, y guardar para mí ciertos pensamientos, no sin maravillarme ante la sensibilidad y tiento de aquel trabajo, pareciéndome una idea fascinante y llena de posibilidades, segura de que Bertholoff también convendría conmigo.

Al día siguiente me llevó a ver las flores de cerezo. Pensé que iríamos a uno de los innumerables parques de la ciudad, donde abundan estos árboles, que hoy precisamente mostraban la floración en el momento de su máximo esplendor. Pero no fue así. En la primera esquina nos desviamos por un callejón estrecho que parecía no tener salida, deteniéndonos delante de la tapa de una alcantarilla. La abrió y empezó a bajar por la escalerilla, advirtiéndome que íbamos a un “yozakura secreto”.

La oscuridad era absoluta, y el silencio. La única luz procedía del color blanco de las flores, suficiente para ver a colocar el mantel y sacar las viandas. Celebramos el hanami comiendo fideos y bebiendo sake Daiginjo, tal como lo estarían celebrando millones de personas sobre nuestras cabezas.

Ya en la sobremesa, nos tendimos boca arriba para admirar detenidamente el bello espectáculo. Al Sr. Eguchi, el licor de arroz le había desatado la lengua y no paraba de hablar: de que las cerezas crecían en las raíces, de que realmente eran corazones de guerreros muertos, también del porqué del color rosado de algunas de las flores, o de cómo le complacía compartir el sueño de sus amigos…

A mí, sin embargo, me invadió tal sopor que parpadear me suponía un gran esfuerzo. Si no acababa de rendirme al sueño, era por la inquieta sensación que tenía de que una de las ramas del árbol cada vez se acercaba más. El profesor no parecía percatarse de nada, pero sin duda alguna que ya una de las flores me rozaba la nariz. En qué momento fui engullida por la sakura, no lo sé decir, pero de repente me vi envuelta por varias capas de pétalos. Pese a estar atrapada, aquella situación no me intimidaba, más bien lo contrario. Seguía oyendo, ya algo más lejos, al profesor, que no cesaba de parlotear. Ahora hablaba sobre el origen magmático de las luciérnagas, y del sidéreo del pez dragón, de enjambres de insectos que agrietan la tierra, también del estanque de su casa con las carpas que nunca cierran los ojos…

Cuando volví a despertar ya estaba en el tren que me llevaría de vuelta a GHI. Llevaba conmigo varios sacos de semillas de cerezo y un libro ricamente ornamentado con hojas de papel washi, supongo que con instrucciones de jardinería.

Pasado un tiempo, y rememorando lo sucedido, sospecho que el descenso al subsuelo fue producto de un sueño narcotizado.

La huésped del cuarto 11



Comentarios

  1. Felicito al señor Gerente y a su agente del cuarto 11 por este interesante proyecto de orientalización de GHI. Ya he reservado cuarto para el hanami insolado.

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  2. Pues no me parece lo sucedido motivo de celebración. Está claro que ese señor drogó a la chica. Algo le metió en el sake que la dejó alelada.

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    1. Yo tengo mis dudas. Esa gente tiene un ocio con experiencias muy raras, igual que te engulla un cerezo forma parte del entretenimiento.

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    2. ¡Por favor!, el Profesor Eguchi es famoso por su manejo de la adormidera, claro que la tuvo que sedar, pero tampoco hace mal a nadie, solo ver cómo duermen los demás.

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  3. A mí lo que me deja atónito es esa fantasía de Bertholoff con los cerezos…

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  4. Conociendo el poderoso cerebro privilegiado del Sr. Gerente de GHI, no me extraña que logre abolir la oposición Oriente / Occidente, como ha abolido otras muchas a lo largo de su ya dilatado periplo vital.
    Yo habité luengos años los Orientes y doy fe de que lo mejor de Oriente y Occidente es perfectamente conciliable.

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